Vera by Elizabeth von Arnim

Vera by Elizabeth von Arnim

autor:Elizabeth von Arnim [Arnim, Elizabeth von]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 1921-01-01T00:00:00+00:00


CAPÍTULO 18

Pero eso solo duró lo que duró su pipa. Cuando acabó de fumar, bajó a Lucy de su regazo y le dijo que estaba listo para satisfacer su impaciencia y mostrárselo todo: primero le enseñaría la casa, después el jardín y los anexos.

Lucy era la mujer menos impaciente del mundo. Sin embargo, se puso bien el sombrero y procuró proyectar un aire de presteza y expectación. Confiaba en que el viento no soplara demasiado fuerte. La biblioteca era un lugar increíblemente deprimente. Bueno, cualquier sitio sería deprimente a las dos y media de una tarde como esa, sin un fuego encendido, con la lluvia golpeando la ventana y con esa terraza espantosa justo ahí fuera.

Wemyss se inclinó para vaciar las cenizas de su pipa en las rejillas sin leña de la chimenea mientras Lucy evitaba mirar hacia la ventana y la terraza, y se mantenía de cara al lado opuesto de la sala. Estaba forrado de estanterías llenas de libros que llegaban hasta el techo. Los libros, distribuidos en hileras pulcras y ediciones uniformes, estaban tan comprimidos los unos contra los otros que solo un lector particularmente ávido habría tenido energía suficiente para arrancar uno de allí. Era evidente que no se fomentaba la lectura, pues no solo estaban esos libros guardados tras puertas de cristal, sino que dichas puertas estaban cerradas bajo llave, y la llave colgaba de la cadena del reloj de Wemyss. Lucy lo descubrió cuando Wemyss se metió la pipa en el bolsillo, la cogió del brazo y la llevó hasta la zona de las estanterías para que las admirara. Uno de los volúmenes le llamó la atención e intentó abrir la puerta de cristal para alcanzarlo y poder verlo más de cerca.

—Vaya —dijo sorprendida—, está cerrada.

—Pues claro —dijo Wemyss.

—Pero, entonces, nadie puede sacar ninguno.

—Exactamente.

—Pero…

—No se puede confiar en la gente cuando se trata de libros. Me costó horrores organizar los míos; además, tienen encuadernaciones de primera categoría y no quiero que el primero que pase los saque y los deje tirados por cualquier lado. Si a alguien le apetece leer, puede venir a pedírmelo. Así sabré exactamente qué libro se ha sacado y podré asegurarme de que se devuelva a su sitio.

Le mostró a Lucy la llave que colgaba de la cadena.

—Pero ¿eso no disuade a la gente? —preguntó Lucy, que estaba acostumbrada a tratar los libros con una familiaridad despreocupada, a verlos desordenados por todos lados: libros que se desparramaban de las estanterías, libros en cada habitación, libros de fácil acceso, libros simpáticos, libros que se solían leer en voz alta, con páginas acogedoras que se abrían al tacto.

—Mejor aún —dijo Wemyss—. Yo no quiero que nadie lea mis libros.

Lucy se rio, aunque por dentro estaba consternada.

—Oh, Everard —exclamó—, ¿ni siquiera yo?

—¿Tú? Tú eres diferente. Tú eres mi niñita. Siempre que te apetezca, solo tienes que venir y decirme: «Everard, tu Lucy quiere leer», y yo te abriré la librería.

—Pero… me va a dar miedo molestarte.

—Los que se aman nunca son una molestia el uno para el otro.



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